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Anotaciones


¿Adónde va toda la gente que se va?
¿Cuándo llega?
¿Cómo llega?
Astor y yo, sentados en el suelo. Yo de carne y hueso, él pura abstracción, danzando en el éter, rebotando en paredes, techo y piso.
“¿Adónde van?”
Silencio.
Me levanté del piso y me asomé por el balcón. La ciudad ya dormía, y yo ahí parado grité:
“¿Adónde van?” El empleado de la boletería me miró asustado. “Disculpe señor, ¿le pasa algo?” Miré a mis alrededores. Todo el mundo tenía la mirada clavada en mí. Pagué el viaje y bajé por las escaleras hacia los andenes.
Había un hombre tocando el cello. Me quedé escuchándolo. Las personas bajaban como si estuvieran programadas por algún maniático delirante y cual autómatas arrojaban monedas dentro del estuche vacío del músico.
Al músico, ¿qué le interesa más? ¿Que lo escuchen? ¿Que le arrojen monedas?
Me compré una lapicera de colores y anoté en rojo: “¿Adónde va toda la gente que se va?” Y yo, ¿adónde estaba yendo?
Esto último lo anoté en azul.
El bandoneon sugería que la respuesta era tan volátil como el humo de una pipa. Dulce y efímero. 
¿Por qué se va la gente que se va? ¿Cuál es el motivo que se esconde detrás de las personas que andan por la vida yéndose?
¿Son felices?
¿Escapan de algo?
¿Son personas? ¿O sólo espectros que luego desaparecen como si se los hubiera tragado la tierra?
¿Adónde irán?
¿Y si se quedaran? ¿Morirían?¿Tendrán miedo de admitir que son comunes y simples? ¿Y por qué tengo esa sensación de pérdida en ellos? ¿Por qué esa sensación de que en el fondo anhelan encontrar un lugar?
¿Querrán?
Si la gente escuchara al músico callejero antes de arrojar las monedas, los que se van, ¿no intentarían quedarse?
Si aquellos adictos al movimiento, se quietaran – sólo una vez -, ¿no les quedaría tiempo para escuchar al músico y su cello?
Cuando prometen quedarse, ¿debemos tomarlo como una advertencia? ¿Una amenaza? ¿Utopía?
Utopía. No lugar. Como el subte. Espera, transición, trasbordo. Tras... ¿Detrás de qué?
Tal vez un eslabón perdido entre una etapa vieja y otra nueva. Y si no está perdido, al menos no desea ser encontrado. Por eso carece de tiempo y espacio.
Espectros.
Músicos ejecutando monedas y transeúntes que les arrojan cellos.

sin título



almas en espera
fantasías malsoñadas
y  tormentas evitadas

verbos retenidos -
mientras transcurren los días -
languidecen

hipnóticas, decantan
lunas callejeras
y un perfume de otoño
resquebraja las aceras

cuando es de noche
cuando es de día
e incluso en las horas escurridas entre ambos momentos






Las aventuras de Silvio en el Karaoke




Aquel día la suerte de Silvio estaba de su lado ya que había conseguido tres entradas gratis para el karaoke. A las 20hs, más o menos, se dirigió hacia el bar. Iba bien vestido y bastante perfumado. En la entrada le dio al empleado de seguridad las tres entradas. Este le dijo: “Con una sola alcanza”, y le devolvió las otras dos. Silvio insistió en entregárselas diciendo: “Pero si serás grandote y pelotudo. Metetelá’ en el orto y dejame entra’”. A lo que el empleado de seguridad, ciento noventa centímetros de músculos, le respondió con una buena cantidad de golpes y una amable lluvia de puteadas.

Silvio salió rengueando, tomándose de su nariz rota. “La puta que lo parió”, decía mientras la sangre de su nariz se le metía por la boca, generando así un efecto “fuente de agua Feng-Shui”. Caminó hasta Plaza Italia, se sentó en un banco y esperó.

Salvador Piu venía caminando esa noche con una sonrisa en el rostro. Marchaba lentamente, tambaleándose, tratando de ver las estrellas que seguramente brillaban por encima de las malditas nubes porteñas. Había salido a tomar una cerveza con su chica, y recién la había dejado en su casa. Ni bien se cerraron las puertas del ascensor (no lo invitó a subir y tomar un café) él dio rienda libre a su estomago y vomitó como un degenerado. Se venía aguantando el vomito - para no quedar mal con su chica - todo el trayecto de veinte cuadras, durante el cual tuvo que esperar dos veces a que la dama (Paola o Francisca) entrara en un bar para hacer sus necesidades. Terminó de vaciar su estomago y ahora podía caminar tranquilo y disfrutar de la noche agradable de Plaza Italia.

De pronto escuchó una voz que le dijo: “¡Eh, loco, tené’ un cacho e’ chorizo en la camisha!”. Salvador se dio vuelta y vio un individuo con la cara ensangrentada, sentado en un banco. Se miró la camisa y vio el chorizo en cuestión. Lo había comido en un asado aquel mediodía y evidentemente no se había querido separar de él junto con el resto del vomito.

Mientras examinaba el embutido, Silvio volvió a hablarle: “¡Boludo! ¡Vení que te lleno la cara de dedo’!” Valentín (que antes se llamaba Salvador) se enojó mucho, tomó el chorizo a medio vomitar entre sus dedos, se acercó a Silvio y lo agarró de la nuca con su mano izquierda, al mismo tiempo que con la derecha se lo metía en la boca.

Mientras el chorizo se mezclaba con la sangre casi coagulada de Silvio, se escuchó una voz omnipresente que dijo: “¡Humanos! ¡Dejad de cometer esas bestialidades!” Ambos se detuvieron y miraron hacia sus alrededores para ver quién les estaba hablando. El lugar estaba desierto.

“¡Valentín, dejad de sodomizar a Silvio!”, dijo la voz con un tono firme. Valentín miró hacia arriba y vio un viejo con mucha barba asomándose de entre las nubes. Silvio, que casi se cambia el nombre a Santiago, dijo: “¡Che, me parece que eh Dio’, el todopoderoso!”, a lo que Valentín respondió con un tono desafiante: “¿Eh, qué, so’ Dio’ bo’?”

Dios, respondió: “¡Yo soy el camino, el peaje, y la estación de servicio!”, y agregó: “¡Quítense los zapatos porque el lugar en el cual están parados sagrado es!”

Silvio estaba asustado y comenzó a persignarse una y otra vez. Valentín, que era algo más ateo, comenzó a bardear: “Eh, Dio’, si so’ Dio’ bo’, hacete un milagro, loco. ¡Abrite el lago de Palermo en do’, shacá agua de la eshtatua esta o hasheme pasar grati’ al boliche!”

Dios reflexionó un rato y luego dijo “Así será”. Pero de pronto llegó una camioneta de los servicios veterinarios, los metió a ambos en la parte trasera y se los llevó haciendo rechinar los neumáticos ante los ojos incrédulos del Creador.

Nunca más se supo de ellos, pero la leyenda cuenta que cuando uno pasa por Plaza Italia todavía puede encontrar el chorizo de Valentín tirado por ahí.


Desierto



Desierto -
es lo que me das
y a pesar de ello
sigo caminando por tus ruinas
Desierto -
y yo sigo esquivando tus serpientes
muriéndome de sed

Abismos
que lleno
con miedos y locuras

Y los ojos se me cierran
a causa de la arena

Siento tu mirada -
tormentas,vendavales.
Me aferro a las palmeras
con toda mi fuerza

He cruzado este desierto,
Ya crucé este desierto...

Comienzos salvajes



1. Ro-i

"Las cuatro estaciones" era la obra musical favorita de Ro-i, un terrón de azúcar de esos que usaban nuestras abuelas. Pero nunca podía disfrutarla ya que como todos sabemos, los terrones de azúcar no tienen equipos de música dentro de sus cajitas de madera, talladas con motivos florales.
Todo esto y mucho más estaba pasando por la cabeza de Ro-i, que ya comenzaba a pensar maneras de salir de aquella vida mediocre y luchar por los derechos de los terrones de azúcar de todo el mundo, cuando de pronto se abrió la caja, dos dedos lo tomaron y lo elevaron en el aire para luego dejarlo caer en una taza de té caliente.
"¡Qué vieja de mierda!", pensó antes de disolverse...

2. Terror en la Cocina

- ¡Por favor, no toquen el enchufe! - gritó la madre a los frescos mellizos que había traído aquella mañana del mercado.
Pero ellos lo tocaron.
Empezaron a temblar y brincar alegremente con sus lenguas pegadas a la pared. Los ojos saltaron de sus orificios y las lenguas comenzaron a oscurecer.
La madre se puso pálida sin saber qué hacer. Los chicos costaban mucho en aquellos días y ella no tenía dinero para unos nuevos.
Enseguida recobró el sentido y tomó un gran palo de amasar que estaba descansando en un rincón. Comenzó a dar fuertes golpes sobre los bebés, que ya estaban negros, y la sangre comenzó a brotar de sus jóvenes y delicados cuerpos.
Al principio no reaccionaron, pero después de algunos golpes la garganta del primero comenzó a agrietarse. Ella sintió que estaban muy duros.
Siguió golpeando y al final logró despegar a uno de ellos, que salió volando y fue a parar directamente a la sartén llena de aceite hirviendo (para las papas fritas). Él ya no viviría...
Al segundo fue más difícil sacar ya que la mitad de su cuerpo estaba untada sobre la pared, como si alguien lo hubiera soldado. Pero al final, gracias a los fuertes golpes de la madre, la parte superior de su cuerpo salió disparada hacia la otra pared.
¡Los bebés se salvaron! La madre respiró con alivio...


3. Mis Experiencias con los Enanos
Detrás de las cortinas hay cosas interesantes. Muchas veces quise buscar, pero siempre tuve miedo.
Un día las levanté con ambas manos y sin darme cuenta dejé caer mis mejillas.
Entonces sucedió algo extraordinario: apareció un pequeño enano que gritó con una voz ronca:
- Déjame en paz. ¡No voy a cenar contigo!
Me ofendí.
Una hora más tarde, sentados con mi marido en el balcón de nuestra casa, hablábamos sobre todo tipo de cosas, entre ellas los enanos. Mi marido dijo que son unos seres pequeños y apestosos, y que había que matarlos a todos. Le conté lo que me había sucedido y él llamó al dentista.
Me tuvieron que sacar una muela. No dolió mucho. Ahora me siento mucho mejor. Nunca más volví a mirar televisión y ahora estoy feliz. O eso creo...

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