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Un viaje en Subte





Estaba bajando por las escaleras mecánicas hacia el andén de una estación de subterráneo. Antes solía estar sumamente concentrado, mirando cómo varía la altura de las escaleras hasta quedar totalmente planas. Observaba ese punto, en el que las escaleras se introducen en el suelo, con mucho temor recordando las palabras de mi madre cuando yo era joven: "¡Saltá, porque sino vas a quedar enganchado!" Y yo, siempre asustado y atento, esperaba el momento exacto para pegar el salto.
Por suerte, los años pasaron, dejé de sentir miedo por esas tonterías y me atrevía a bajar o subir las escaleras mirando cualquier otra cosa, silbando o hasta imaginándome posturas del Kama Sutra protagonizadas por cartones de huevos, que es lo que estaba haciendo en ese preciso instante.
De pronto, fui sacudido de mis pensamientos por un fuerte tirón en las puntas de mis pies. Miré hacia abajo y noté que me había enganchado en el maldito final de las escaleras y lo que me aterraba aún más era que estaba siendo absorbido hacia su interior.
Comencé a gritar pidiendo ayuda, pero era bastante tarde y bastante domingo como para que alguien me oyera.
Traté de sacudirme y luchar con todas mis fuerzas pero fue en vano. La escalera era mucho más fuerte que yo y cuando estaba ya por la cintura, me resigné escuchando en mi mente las carcajadas de mi madre: "Te lo dije, imbécil, ¡te lo dije!". Luego volvió a reír.
De pronto apareció un niño de cabellos rojizos y muchas pecas.
- ¡Apretá ´STOP´ rápido! - grité desesperado.
El nene me miró boquiabierto y de pronto sonrió, se bajó los pantalones y me mostró su trasero.
- ¡Apretá ´STOP´ pendejo de mierda! ¡¿No ves que me estoy muriendo?!
 El nene volvió a mostrarme su cola y luego se alejó llorando.
Mi cabeza fue absorbida y de pronto me encontré sumido en una oscuridad absoluta. ¡Había pasado hacia el otro lado de la escalera! Seguía en movimiento, escuchando solamente el murmullo mecánico a mis espaldas.
Entonces se encendió una luz blanca muy fuerte y aparecieron cientos de enanos barbudos, algunos con pantalones militares anchos y otros en bermudas.
Estaban todos riéndo, tomando pequeñas cervezas y contando chistes muy malos.
Cuando me vieron, levantaron sus pequeños porrones espumantes y gritaron:
- ¡Vení, boludo, tomate una birra con nosotros!
- Me encantaría, pero estoy atrapado en esta escalera - dije mientras seguía moviéndome como sobre una cinta de producción en serie.
Me miraron extrañados y luego uno levantó hacia mí un cigarrillo armado a mano y dijo, mirándome con sus ojos inyectados de sangre:
- Buena hierba, man, la traje de Ámsterdam.
Pero no pude alcanzarlo. El enano se dio media vuelta y volvió con sus amigos. No entendían que yo no podía soltarme. ¡Qué lastima! Parecía divertida la fiesta. Alguien aumentó el volumen de la música y todos comenzaron a bailar. Se lanzaban de las mesas sobre sus amigos, orinaban adentro de las botellas vacías y luego las rompían, y se pasaban aquel extraño cigarrillo entre ellos.
Quería desengancharme, pero mi ropa estaba bien aferrada al mecanismo de las escaleras y me estaba aproximando al punto en el cual iba a volver a la superficie.
La salida fue un tanto más rápida. Al cabo de unos pocos segundos, ya estaba parado nuevamente sobre uno de los escalones, yendo hacia abajo. Por suerte, también había logrado liberarme.
Otra vez me encontré cerca del final y dudé un rato. Resolví saltar, como recomendaba mi madre. Siempre tuvo razón...                                                                           

Cirugía en el Colectivo




Eran las once de la mañana. Subí al colectivo y me alegré al ver que estaba casi vacío. Sólo dos cíclopes atrás, en silencio. Había un par de mutantes más, pero no les presté atención (nunca fui de prestar demasiado).
Me ubiqué en la fila de dos asientos, al lado de la ventanilla, y comencé a disfrutar de un viaje placentero.
De pronto subió una mujer de importante tamaño, sacó su boleto y, caminando lentamente, estudió el vehículo en búsqueda de un lugar. Tuve un leve presentimiento, y antes de que éste se convirtiera en sentimiento, dicha mujer ya estaba situada a mi lado.
"No sé porqué siempre pasan estas cosas, el colectivo está totalmente vacío, ¿justo acá se viene a sentar?, pensé.
Decidí no callar más, pero como soy mudo resolví vengarme de la mejor manera posible: saqué de mi mochila unos guantes de látex y una tijera. Con los guantes puestos, tomé un trozo de pollera y practiqué un corte redondo, dejando al descubierto parte de su carnoso muslo.
Miré de reojo a mi compañera de viaje, relajándome al ver que no había notado nada.
Saqué un bisturí, empecé a cortar su piel y luego la carne. La sangre brotaba como agua fresca de un manatial, pero no me importaba. Llegué a un hueso, cuyo nombre desconocía - ya que nunca estudié medicina sino que me dedicaba a limpiar los botones de los ascensores - y serruché. Lo extraje con cuidado y en su lugar coloqué un tarro de miel de abeja fresca (la abeja, no la miel).
Cosí la pierna, agregando trozos de tapizado para lograr cerrar la herida. Diez minutos después de haber terminado la cirugía, la mujer se levantó, fue rengueando hasta la puerta trasera del colectivo, tocó el timbre y bajó. Estábamos en Plaza Italia.
Ni bien pisó la vereda, un gran oso llegó corriendo desesperadamente, tomó a la mujer entre sus garras y le sacó la pierna operada de un mordiscón. Acto seguido, escapó con el muslo chorreando miel en su boca.
La mujer siguió saltando sobre su miembro restante y se tomó el 60.
Mi venganza había sido un éxito. Satisfecho, apoyé mi cabeza en el asiento mullido y me dormí.


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